La reciente visita a la República de Haití del subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian Nichols, reflejó una vez más la fragmentación del liderazgo político y la sociedad civil del empobrecido país, aglutinado en el llamado Acuerdo de Montana, dado que un sector aboga por el mantenimiento en el poder del primer ministro Ariel Henry y otro por la escogencia de un nuevo Gobierno de transición, con vistas a la celebración de las elecciones generales.
Las discrepancias también afloraron en lo referente a una eventual intervención militar extranjera, indispensable para que Haití pueda lograr niveles aunque sea mínimos de seguridad interna, un aspecto que repercute en la dinámica cotidiana de cualquier nación.
La Policía Nacional Haitiana (PNH) adquirió vehículos blindados para combatir las bandas criminales, que ya empezaron a llegar procedentes de Canadá, según medios masivos de comunicación. El cuerpo del orden tiene como limitantes, la cantidad reducida de miembros, la poca tecnificación de los mismos y la infiltración de las organizaciones criminales que aspiran neutralizar.
Estos mismos medios de comunicación difundieron recientemente que un buque de la Guardia Costera de los Estados Unidos está patrullando la costa haitiana, una iniciativa que ha creado asombro y expectativas sobre el posible desembarco de marines, pero que no es nueva, porque ante situaciones de crisis en el pasado reciente, Estados Unidos ha desplegado una medida disuasiva similar. Mientras todo esto ocurre se espera una eventual disposición del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
En el marco de esta coyuntura de inseguridad, Haití atraviesa por otras situaciones críticas: el auge de lo casos de cólera y quizás de otras enfermedades, porque es un país donde prevalecen la desinformación y la falta de datos oficiales, producto de las debilidades institucionales; la hambruna, como consecuencia de la carestía y el encarecimiento de muchos productos de consumo masivo; y la escasez de los combustibles, lo cual repercute perniciosamente en toda la dinámica institucional, social y comercial.
Las protestas sociales han mermado en cierta medida, por el terror que han impuesto las bandas, pero estas podrían reactivarse en el corto plazo, siendo una especie de válvula de escape para una población agobiada por la inestabilidad, la misera, el hambre y la inseguridad.
En medio de este panorama de indefinición trasciende el avance de los bandas criminales, ampliando sus operaciones hasta lograr apoderarse de parte de los recursos estratégicos de la nación caribeña, tal y como ha sido parte del modus operandi de Jimmy Cherizier «Barbecue», quien junto a la plataforma de organizaciones criminales G-9, ha logrado controlar las principales terminales petroleras haitianas.
Como se puede apreciar en una simple mirada al panorama político y económico munidal, la problemática haitiana no es tan relevante para los países que más ayuda le pueden ofrecer, porque cada cual está inmerso en sus propias situaciones internas y de intereses geopolíticos. Desde hace tiempo, la comunidad internacional asume a Haití como un problema para el que no existen soluciones viables y permanentes, porque el principal obstáculo es el oportunismo con el que se maneja su liderazgo político y las discrepancias de los intelectuales.
República Dominicana es y continuará siendo el país más afectado por la situación de crisis haitiana, por asuntos de proximidad. A las autoridades dominicanas les corresponde reforzar las estrategias para mantener la seguridad interna, combatir el trasiego de los ilícitos y ante todo, limitar el flujo irregular de ciudadanos haitianos hacia el país.